4.09.2007

Verano de 1903

Merendábamos en casa de mi tía. Había bollos esponjosos comprados esa misma tarde, mucha mermelada (de millones de sabores), la mejor mantequilla de la ciudad, chocolate con leche traído de Bélgica y mucho zumo de naranja. Comíamos sin preocuparnos por nada. Reíamos y pasábamos el verano tocando la guitarra y leyendo libros bajo la luz de las velas. Corríamos por el bosque para ver quién era el homenajeado esa misma noche. Aventuras y más aventuras nos acontecían a la vuelta de cada almendro. Una tarde, Theresa tuvo que irse. Su internado estaba a punto de abrir sus puertas y debían preparar sus enseres. Daniel y yo permanecimos inquietos pero callados durante su partida. Ella se despidió con la mano desde el coche negro y rotundo. Sonreía pero tenía una lágrima en los ojos. Mandó un beso al viento, para el que fuese más rápido en recogerlo. Daniel hizo un gesto de cogerlo al vuelo y echó una carcajada sonora. Me pasó los dedos por debajo de las fosas nasales y yo hice lo que debía hacer: le partí la nariz.
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