El otro día estaba yo, apoyada en una mesa de la cafetería de la estación cuando apareció el que un día fue lo más parecido a un marido. Iba con una chica muy joven, de un aspecto casi infantil. Ojos azules, pelo castaño claro y unas piernas excesivamente delgadas para mi gusto (y para, el que yo creía, que era el suyo). Olisqueé sus intenciones de fingir mi ausencia y me escurrí entre la gente con mi vestido blanco.
Sus ojos se abrieron como platos y yo empujé a su acompañante, propiciando la caída de su bandeja del desayuno.
-Pero, ¡cuánto lo siento!
La chica murmuró algo con un acento similar al francés mientras él miraba al suelo.
-Yo también lo siento.
Las venas ardían por debajo de la piel de mis brazos. Bombeaba el corazón a mil por hora y mis dedos sólo querían acercarse a su cuello y ejercer la presión suficiente para ver cómo su cara cambiaba de color. Ojalá que me arañase las muñecas, intentando quitarse mi peso de encima. Su pecho subiendo y bajando arrítmicamente, buscando algo de aliento. Y respirar. La tranquilidad que llegaría cuando él relajase los músculos y pusiese los ojos en blanco. Y respirar.
El café me supo salado esa mañana.
7.21.2008
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1 comentario:
Debio serlo, tambien demasiado delgada para mi gusto.
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