Un montón de ecuaciones matemáticas vuelan por su cabeza cuando me ve. Se le nublan los ojos, le tiemblan las piernas, intenta concentrarse en algún tipo de lenguaje informático aprendido hace años. Pero nada. Al final se desmaya y yo le tumbo en su cama. Y ni él puede decir una palabra de ciencia ni yo formular un teorema con las letras adecuadas.
Quizás, lo más favorable es que no nos volvamos a encontrar en la misma situación. Solos, en una habitación desierta y sin ventanas. Sin distracción no hay tentación. O eso decían en el colegio de monjas.
C es muy grande. Es grande en cualquier sentido imaginable. Lo único que falla en su grandeza es la capacidad de mantener la calma cuando le susurro cosas detrás de la nuca.
Sé que se avergüenza de tenerme, en algún modo, en su vida. Aunque nadie sepa que existo en su pequeña parcela del mundo. Dentro de su cabeza, dentro de sus pantalones. Y por eso me dedico a romper fotos suyas hasta la extenuación y a fingir que no le conozco cuando nos encontramos cara a cara en cualquier bar de la capital. Cuando le veo en esas tesituras, sé de antemano que en tres horas después del encontronazo, estaré de nuevo sacándole fotos en la cama.
(Sé que no funciona, pero no quiero decirlo en alto.)
12.13.2007
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